El rosal sin espinas
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Hace tiempo encontré un rosal, marchito mustio y triste. Aunque este no lo quería aparentar, pues su porte y sus hojas siempre estaban erguidos, pero al observar el poco brillo que tenia uno se daba cuenta de que nadie lo había cuidado desde hacia tiempo. Al principio no le presté atención, pero pasaron los días y cada vez que lo miraba me revelaba un detalle. A menudo era casi imperceptible, pero eso no significaba que no fuera hermoso.
Los primeros meses solo lo visitaba de tanto en tanto, luego pasó a ser una vez por semana como mínimo, luego dos o tres veces, y al final no pasaba ni un solo día sin ir a observar esa belleza que me deslumbraba con sus pequeños matices, sus finas hojas y su esbelto tallo. Un día me sorprendí a mi mismo pensando en él y me di cuenta de que solo tenia ojos para ese rosal. Decidí encargarme de él, pues sabia que, si él solo había llegado a irradiar semejante luz, cuando yo lo cuidase seria grande, fuerte, hermoso y feliz.
Durante meses lo regué, aboné, podé y le saqué todas las malas hiervas que crecian a su alrededor, y entonces pude observarlo en todo su esplendor. Aún recuerdo aquel día en que el abrió para mi su primer capullo y dejó al descubierto una hermosa rosa en un tallo desprovisto de espinas. Mi sentí eufórico, y guardé esa imagen en mi corazón para siempre, pues sabia que era solo para mi. Tras la primera vinieron muchas otras, todas ellas hermosas y sin espinas, y yo me dediqué a observarlas un día, y otro, y otro, hasta que se convirtieron en semanas, y estas en meses, y estos en años y el rosal creció grande, orgulloso. Me felicitaba a mi mismo por ser el único que podía disfrutar de el, ese tiempo me sentí el hombre mas afortunado de la faz de la tierra. Jamás le quité ninguna rosa pues eran solo suyas, yo únicamente era un espectador de la belleza singular de aquel rosal que encontré un día por casualidad.
Pero como todo hombre soy imperfecto y por tanto cometo errores. Un día, embriagado por el aroma de sus flores, me acerqué como siempre y acaricié el tallo, suave y terso, de esta creación divina. Acaricié los pétalos y me acerque para olerlos como siempre. Aun hoy no se decir porque lo hice pero corté esa flor. Fue egoísmo en estado puro, quizás empujado por mi propia estupidez y alimentado por cierto egocentrismo. Me adueñé de lo que no debía, y le oí llorar. Fue en ese momento cuando me di cuenta de lo terrible que era lo que había hecho. Había traicionado al rosal que me había brindado todo sin reservas, el que me había dado una razón para levantarme sonriente de la cama, el que me brindó toda su belleza por puro y simple amor. Trastornado por la gravedad de mis actos me alejé de él confundido, con el corazón muerto y la vista nublada. Había fallado a quien nunca me falló y más amor me inspiró. Me alejé de el y durante mucho tiempo no fui a verle. Solo visitas fugaces y frías para regarlo, abonarlo y observar, no sin tristeza, que la herida se le curaba poco a poco. El brillo que desprendió antaño se había apagado hasta hacerse casi imperceptible, lo cual acrecentaba mi vergüenza.
Pasó el tiempo, pero contrariamente a lo que se dice, este no curo mi herida, pues era de una naturaleza extraña: era auto infligida por mi propia locura. Sin embargo vi como el rosal reflorecía y, en toda su bondad, me dio una segunda oportunidad. De nuevo abrió un capullo para mi, y mostró la rosa mas hermosa que se hubiera visto jamás en la tierra. Comprendí que el era mas fuerte y mejor que yo, que jamás me culpó y que mi ausencia le hizo mas daño que bien. Aún así se había recuperado. El amor que un día le inspiré le alimentó para volver a ser la bella planta que había sido siempre y yo me sentí insignificante a su lado, no merecedor de lo se me brindaba por segunda vez. Me acerqué embobado como lo había hecho en multitud de veces y observé esa radiante flor, centrándome en todos sus pequeños detalles: los ligeros cambios de tono de sus pétalos, las pequeñas imperfecciones de sus hojas, las casi imperceptibles irregularidades de su superficie. Pero un detalle me sorprendió por encima de todo. Su tallo, antes liso como las piedras redondeadas por el río, ahora tenia espinas. Punzantes y afiladas espinas que recorrían su tallo desde la raíz hasta la base de las flores. Cuando lo acaricié las yemas de los dedos sangraron con rabia y un dolor punzante atravesó, primero mi alma y luego mi corazón.
A pesar de ello sigo acariciándolo día tras día, y sangro siempre, pero no me importa. Es el precio que he de pagar para seguir disfrutando de su esplendor, su suave aroma y su embriagadora hermosura. Aprendí que todo error tiene un precio, y lo pagaré gustoso por que amo a un rosal que un día me encontré.
Hace tiempo encontré un rosal, marchito mustio y triste. Aunque este no lo quería aparentar, pues su porte y sus hojas siempre estaban erguidos, pero al observar el poco brillo que tenia uno se daba cuenta de que nadie lo había cuidado desde hacia tiempo. Al principio no le presté atención, pero pasaron los días y cada vez que lo miraba me revelaba un detalle. A menudo era casi imperceptible, pero eso no significaba que no fuera hermoso.
Los primeros meses solo lo visitaba de tanto en tanto, luego pasó a ser una vez por semana como mínimo, luego dos o tres veces, y al final no pasaba ni un solo día sin ir a observar esa belleza que me deslumbraba con sus pequeños matices, sus finas hojas y su esbelto tallo. Un día me sorprendí a mi mismo pensando en él y me di cuenta de que solo tenia ojos para ese rosal. Decidí encargarme de él, pues sabia que, si él solo había llegado a irradiar semejante luz, cuando yo lo cuidase seria grande, fuerte, hermoso y feliz.
Durante meses lo regué, aboné, podé y le saqué todas las malas hiervas que crecian a su alrededor, y entonces pude observarlo en todo su esplendor. Aún recuerdo aquel día en que el abrió para mi su primer capullo y dejó al descubierto una hermosa rosa en un tallo desprovisto de espinas. Mi sentí eufórico, y guardé esa imagen en mi corazón para siempre, pues sabia que era solo para mi. Tras la primera vinieron muchas otras, todas ellas hermosas y sin espinas, y yo me dediqué a observarlas un día, y otro, y otro, hasta que se convirtieron en semanas, y estas en meses, y estos en años y el rosal creció grande, orgulloso. Me felicitaba a mi mismo por ser el único que podía disfrutar de el, ese tiempo me sentí el hombre mas afortunado de la faz de la tierra. Jamás le quité ninguna rosa pues eran solo suyas, yo únicamente era un espectador de la belleza singular de aquel rosal que encontré un día por casualidad.
Pero como todo hombre soy imperfecto y por tanto cometo errores. Un día, embriagado por el aroma de sus flores, me acerqué como siempre y acaricié el tallo, suave y terso, de esta creación divina. Acaricié los pétalos y me acerque para olerlos como siempre. Aun hoy no se decir porque lo hice pero corté esa flor. Fue egoísmo en estado puro, quizás empujado por mi propia estupidez y alimentado por cierto egocentrismo. Me adueñé de lo que no debía, y le oí llorar. Fue en ese momento cuando me di cuenta de lo terrible que era lo que había hecho. Había traicionado al rosal que me había brindado todo sin reservas, el que me había dado una razón para levantarme sonriente de la cama, el que me brindó toda su belleza por puro y simple amor. Trastornado por la gravedad de mis actos me alejé de él confundido, con el corazón muerto y la vista nublada. Había fallado a quien nunca me falló y más amor me inspiró. Me alejé de el y durante mucho tiempo no fui a verle. Solo visitas fugaces y frías para regarlo, abonarlo y observar, no sin tristeza, que la herida se le curaba poco a poco. El brillo que desprendió antaño se había apagado hasta hacerse casi imperceptible, lo cual acrecentaba mi vergüenza.
Pasó el tiempo, pero contrariamente a lo que se dice, este no curo mi herida, pues era de una naturaleza extraña: era auto infligida por mi propia locura. Sin embargo vi como el rosal reflorecía y, en toda su bondad, me dio una segunda oportunidad. De nuevo abrió un capullo para mi, y mostró la rosa mas hermosa que se hubiera visto jamás en la tierra. Comprendí que el era mas fuerte y mejor que yo, que jamás me culpó y que mi ausencia le hizo mas daño que bien. Aún así se había recuperado. El amor que un día le inspiré le alimentó para volver a ser la bella planta que había sido siempre y yo me sentí insignificante a su lado, no merecedor de lo se me brindaba por segunda vez. Me acerqué embobado como lo había hecho en multitud de veces y observé esa radiante flor, centrándome en todos sus pequeños detalles: los ligeros cambios de tono de sus pétalos, las pequeñas imperfecciones de sus hojas, las casi imperceptibles irregularidades de su superficie. Pero un detalle me sorprendió por encima de todo. Su tallo, antes liso como las piedras redondeadas por el río, ahora tenia espinas. Punzantes y afiladas espinas que recorrían su tallo desde la raíz hasta la base de las flores. Cuando lo acaricié las yemas de los dedos sangraron con rabia y un dolor punzante atravesó, primero mi alma y luego mi corazón.